Que no me da la gana pasar media vida buscando esa frase que tal vez ni exista - Extremoduro.

I'm not going anywhere

lunes, 26 de marzo de 2012 by Chio Eme
Tiempo es lo que todos necesitamos. Sentimos su inanidad, su finitud, y nos lamentamos por su ausencia. Pero no nos damos cuenta de que tiempo, tiempo, es lo único que tenemos, lo único que nos sobra. Yo podría regalar mi tiempo, a modo de inversión; estoy segura de que cualquiera haría un uso mejor del que yo (no)hago.
Los segundos me traspasan dándome pellizcos; cada minuto desperdiciado me pasa factura, y las facturas continúan acumulándose.
Pese a todo, cada minuto que desperdicio es un minuto que en realidad dedico a pensar en cómo podría aprovechar mejor el siguiente. Sí, es eso; me dedico a planear la estructura más fructífera de los minutos de mi vida, el modo de conseguir el desarrollo más óptimo, más fértil, más rentable. Incluso al escribir dedico demasiado tiempo a dar con el adjetivo más exacto, más preciso, más (...).
Quizá estoy empeñada en ser una perfeccionista, por ser algo. Pero me pierdo en la arbitrariedad de las cosas, en su desorden armónico y equilibrado. En ese caos adormecido a base de calles, pavimentos, edificios, tarjetas, maletines, corbatas, camisas, cafés, gimnasios... La industrialización siempre me ha hecho sentir como pez fuera del agua; porque a veces cambiaría mi nariz por unas buenas branquias. Y eso que no me disgusta demasiado mi nariz, sólo lo justo para una perfeccionista.
Me gusta apurar el tiempo; prefiero tirarme dos horas pensando en la ejecución "más acertada" de un movimiento aunque ésta luego equivalga a tan sólo un par de minutos de mi tiempo. Supongo que por eso no hablo mucho, ni me muevo mucho; me estresa que esos dos minutos puedan desenvolverse desastrosamente, me estresa abusar de las oportunidades. Ya lo decía (¿o quizá lo repetía?) alguien especial: Es mejor arder que apagarse lentamente.
Y de nada se abusa más que del tiempo. Y parece ser que justo ahora, a estas alturas, empiezo a tener prisa. Prisa por arder, por extinguirme en un suspiro; en menos de un minuto. Porque un buen minuto, uno de los buenos, no puede equipararse a dos horas mediocres. No porque la mediocridad tenga algo de malo, sino porque nadie tiene sueños mediocres, ¿no? Los sueños están hechos para pujar alto. En los sueños se apuesta todo, porque sólo en la imaginación no tenemos verdaderamente nada que perder. O, al menos, esa sensación la empapa.
Y yo quiero arder, revolucionar todo mi ser de un sólo golpe. Y si para ello tengo que dejar pasar incontables segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, (...), que sólo anden de paso, de relleno o de preludio, que así sea. Habrá que esperar, o más bien seguir esperando, a que salte esa chispa y prenda. Valdrá la pena la espera si el incendio es inextinguible. Así que me retracto, me sorprendo, me admito: no me voy a ninguna parte; ya sea por la esperanza de que exista la posibilidad de arder, o por no tener ningún sitio al que ir. Y aunque en el fondo me aterre la semejanza y, evidentemente, etimología, de 'esperar' y 'esperanza'.
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Play nice

domingo, 23 de octubre de 2011 by Chio Eme
La puerta, abierta. El alma, pues, preparada. Preparada no para regalarse, sino para abrirse, sorprenderse, emocionarse. 
Quiero lo que pueda tener, por lo que pueda luchar, en caso de tener que o querer hacerlo. Quiero realidad, palpabilidad, seguridad; no realidades parciales, quizases o probabilidades.
Y lo que encuentre en mi camino, dejar de apartarlo. Lo que haya encontrado un hueco para entrar, dejar de echarlo. Lo que me ilusione, o me haga sonreírme por dentro aunque sea sólo un momento, a eso, y sólo a eso, dejaré mi puerta abierta.
Mi puerta abierta a lo real, a lo que se demuestra. Porque una persona no puede construirse un mundo de mentira, débil y frágil como el cristal, o derribable como un castillo de arena. 
Las personas no podemos evitar ser vulnerables, sí, pero todo tiene un límite, un "no-dar-pa-más". Toda relación o vínculo necesita su alimento, su riego, su atención. Todo sentimiento necesita un algo para crecer, para afianzarse, para construir sólidos cimientos.
Pero el tiempo no regala nada; es más, si acaso, tiende a derribarlo. No aporta nada, sino tiempo. Tiempo para pensar y envenenar la pureza de las sensaciones iniciales; tiempo para transformarlas en recuerdos humanos, que no son sino falsas vivencias, copias no originales que, aunque den el pego, no encierran la esencia de lo que fue.
Nada es para siempre, eso es cierto; pero podemos alargar y posponer el fin de las cosas si nos esforzamos en no dejar que se marchiten. Y si ese aporte no llega, lo más natural es que los vínculos acaben, y no queden sino sus exoesqueletos, marca simbólica de que una vez estuvieron allí, pero perdieron su razón de ser.
Y creer que esos exoesqueletos sean ese algo entero no es más que una mentira. Y cómo se envenena el alma de creer mentiras. ¿Cómo no va a creer una que sea una mentira, cuando no quedan evidencias de lo contrario?
Lo siento, hoy te suelto, hoy me desprendo, ya no queda hueco para estos restos vestigiales de lo que pudo llegar a ser. Aunque miento, es verdad, hueco hay de sobra... Supongo que lo que ocurre es que simplemente ya no quiero guardarlos. 
Pudo ser mentira, pudo ser verdad; lo único que importa es que no aporta nada. Y quiero desprenderme de todas las tonterías que no me dejan avanzar, que hacen que me dé pereza y miedo dejar entrar lo real, lo posible, lo demostrable.
¿Qué es lo peor que puede pasar? Estoy harta de dejar que las cosas me traspasen como si no las sintiera, como si nada me importase, como si todo me dejara indiferente. No es verdad, los dolores y el estómago revuelto siempre son una prueba indiscutible. Pues que duela, que se revuelva, si eso me ayuda a sentirme viva, a recordar que tengo estómago y que sirve para algo más que para digerir la comida.
No más verdades a medias, no más juegos a medias. Tintas enteras. Juega limpio.
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De boda en boda y tiro porque me toca...

lunes, 19 de septiembre de 2011 by Chio Eme
Quiero no querer cambiar cada centímetro de mi cabeza, de mi ser, de mi forma de actuar o razonar en cada momento.
Quiero no querer gritarme, odiarme, no sentirme víctima de mis razocinios.
Quiero no sentir la necesidad de huir de donde sea cuando lo que busque en realidad sea escapar de mí misma y de mis juicios.
Quiero no ser como soy, pero al mismo tiempo quiero quererlo. Porque no quiero sentir mi propio rechazo y, con él, provocar el de los demás, o al menos así creerlo.
Quiero no sentir necesidad, lo que quiero es necesitarme.
Quiero quererme en cada una de mis facetas, naturales o provocadas. Pero, sobre todo, quiero no tener miedo de mí misma, de mis propios y escondidos deseos. Quiero encontrar la forma de aceptarlos, de materializarlos.
Quiero poder dormir sin recurrir a absurdas fantasías idílicas y no naturales a mi ser, pues quiero ansiar mis propios sueños, llegar a ellos directamente, sin florituras, sin caminos intermedios.
Quiero aprender a decir ¡NO! sin miedo, sin temor a que me rehúyan o se molesten. 
Quiero estar segura del sentido y la razón de mis pasos, y no tener que parar a recodármelos. Quiero no tener que recordarme hacer las cosas, mis cosas, las que se supone ansío, por las que se supone vivo.
Y, más claramente, quiero querer esas cosas. Quiero querer lo que sea, lo que sea que me dicte la conciencia.
Quiero no esconderlo, quiero no concentrar mi atención en lo imposible y convencerme de que sea eso lo que quiero; no nos engañemos, probablemente lo sea, pero quiero dejar de usarlo como escudo, dejar de tener sólo eso en cuenta.
Dejar de querer tener lo imposible, pues con ello sólo busco no querer tener lo posible, pues lo posible es realizable, y lo realizable me asusta.

Rutinas y bucles

jueves, 15 de septiembre de 2011 by Chio Eme
Me hace feliz la serenidad, el poder hacer las cosas despacito y con buena letra. Me hace feliz tener un libro de reclamaciones de la vida a mano y no usarlo. Nunca me ha gustado quejarme de más, y siempre he tendido a quejarme de menos. Pero no creo que sea bueno poner trabas innecesarias en el camino, que sólo lo dificultan y hacen más denso e inaccesible. 
Ya no suelo idealizar las cosas, ni a las personas, pues se merecen la oportunidad de mostrarse tal como sean sin ideas preconcebidas que juzguen y cohíban. Si pudiera, iría repartiendo a cada nueva persona que conozco una pizarra en blanco. Y que escribieran lo que les diera la gana, lo que quisieran, sin preocuparles lo que cualquiera pensara de ellos al colgársela y exponerla a nuestra mirada. Es más, si pudiera, les diría que dejaran su contenido no expuesto, mirando a su pecho, y que sólo se lo mostraran a quien quisieran. No animaría a nadie a esconderse, pero tampoco a beberse la vida a gritos. Animaría a caminar como quisieran, pero a alimentar su propio arte. 
Me encanta septiembre, porque es siempre el mes de las promesas. De las promesas que nos hacemos a nosotros mismos, de nuestros intentos por renovarnos y, al mismo tiempo, de volver a pillarle el ritmo a cierta rutina. Si pudiera cambiaría el significado de la palabra rutina por otro más amable o eufemístico, con tal de que no la miraran mal cada vez que asoma. O cambiaría su significante por disfrazarla un poco, ya que no se me ocurre un sinónimo total por el que remplazarla. 
Rutina y cambio no son opuestos, sino amigos. Y en realidad creo que la rutina como tal no existe, sino que se finje, se aparenta, para andar uno más tranquilo en los movimientos matinales. Luego llega la noche y nadie quiere ni se atiene a un plan, todos quieren improvisar, y fluir. 
Pero la rutina no engloba sólo movimientos, sino que nos engloba a nosotros mismos, y a nuestros caracteres. Es entonces cuando entra en juego septiembre, y nuestras metas, nuestros deseos de cambio de actitud o de tomarnos las cosas con más calma, o más en serio. Es entonces cuando siento una gran curiosidad por saber qué entrará a formar parte de la lista de cada uno, de sus propósitos e intenciones. Y me da pena observar listas vacías, un bolígrafo tirado en una mesa que da demasiada pereza coger, que está pendiente de una orden del cerebro que no llegará, porque ese cerebro ni siquiera se acuerda de su lista. A eso sí que lo llamo entrar en rutina, rutina que atrofia y adormece los sentidos, y aquí a 'rutina' la sustituiría por 'bucle de inercia', o alguna tontería por el estilo. Bienvenidos al nuevo 'arte' del no pensar.

Pronto todos tendremos que elegir entre hacer lo que es fácil o lo que está bien.
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Refritos o nuevas perspectivas

jueves, 9 de junio de 2011 by Chio Eme
Qué busco en la vida, qué pretendo extraer de ella. Necesito una prueba, cognitivamente tangente, de que la llamamos 'vida humana' porque de verdad es común a toda la especie humana, a toda persona andante.
Deben de existir unos lazos, finos, delicados, que nos conectan a todos, a unos con otros; en mayor o menor grado, sí, pero conectados al fin y al cabo. Y la lucha, mi lucha o mi pesar, radica en nuestra habilidad para no ser conscientes de ello, para jugar a olvidarnos de que existen. Porque existen, o quizá lo que existe es mi fe en ellos, mi fe en que todo ser humano posee un enorme océano dentro y, al mismo tiempo, una criatura que lo gobierna y otra que agita sus olas. Y esa criatura es la persona misma, y, si la persona quisiera, podría vivir dentro de él, podría dedicarse a conocer su océano y sus criaturas.
Pero no podemos comportarnos como entes aislados; los océanos de nuestro mundo no son independientes, no constituyen elementos delimitados, sino que se comunican entre ellos, formando un solo elemento que denominamos Tierra. Llamémosla especie humana. ¿Quién no desearía conocer los estrechos, mares y canales palpables que podrían conducirnos fuera de la soledad, fuera de nuestro existencialismo, fuera de nuestro egocentrismo y falta de empatía? Hablo de verlos claros, poder cruzarlos y entrar en una más abierta comunión con las personas.
Creo que la vida se alimenta de personas, que las personas somos los océanos de la vida, y por ello, asimismo, nos alimentamos los unos de los otros. Todos necesitamos humanidad, calor humano, sentirnos comprendidos, admirar a alguien o a mucha gente, luchar por mejorar... y todo ello carece de sentido si lo sacamos del contexto humano, si intentamos lograr alguna de esas cosas de manera individual absoluta. No es concebible porque no es posible, o no quizá no es posible porque no es concebible. El caso es que, queramos o no, necesitamos alimentarnos, y lo que es más importante: algunos queremos. El problema surge cuando no sabemos cómo hacerlo, cuando aún queriendo, nos sentimos incapaces de lograrlo. Por ello la conciencia, despierta y poderosa, debería iluminarnos como una potente luz, debería ilustrar el camino perdido que nos conduce a los demás, al resto de mares.
Es triste no encontrar esa luz, no hallar el botón que la encienda. Y siempre ayudan las ansias por individualizarnos, por adquirir independencia, por la absurda ambición de destacar por encima de otros. No hay un océano igual a otro, ni en tamaño, densidad, ni tan siquiera en criaturas. Ser conscientes de que esas conexiones a veces nos conducen a lugares o maneras de ser desconocidas es tener la mitad del camino recorrido; la otra mitad es aceptar nuestras diferencias, y no frustrarnos por las deficiencias que nos observemos al compararnos, ni relajarnos al descubrirnos ventajas que desconocíamos, pues el hombre es muy capaz de recorrer un mismo camino una y mil veces... y, lo curioso es que, paradójicamente, cada recorrido nos enseña cosas nuevas, cosas en las que antes no habíamos logrado reparar... Cada lectura de un mismo texto aporta conocimiento nuevo, cada nueva interacción con una misma persona aporta un nuevo mundo.
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¿Por qué lo llaman primaveras?

lunes, 9 de mayo de 2011 by Chio Eme
Odio esta sensación de desiquilibrio, de temor, de mareo. De tirar una y otra vez los dados y ver cómo en ellos naufraga toda tu suerte, cómo tu destino cae tan deliberadamente en las garras del azar. Ver a la corriente saludarte de lejos, diciéndote: "prepárate porque la marea subirá, y arrasará con todo" y sentirte inmersa en la angustia de quien se ahoga nadando en dirección contraria, vencido por el cansancio. 
Si tan sólo tuviera un barco... Bien construido, sencillo pero firme, discreto pero eficaz. Un barco donde poder sentir tus pies tocando un suelo firme, aun sabiendo que debajo hay todo un mar de turbulencias. Tener un barco es señal de adaptación, y lejos de lo que la egolatría nos dicte, es señal de inconformismo, de consideración. No es más feliz quien más ignora, sino quien mejor encaja los golpes. 
Quiero un barco, quiero cordura, quiero tratarme y curar este tumor que me envenena y me pudre a cada segundo que respiro. Todo barco se rige y avanza gracias a una precisa brújula, e impone en todo ese albedrío de aguas salvajes orden, congruencia y unidad. Quisiera calmar este océano de inseguridades, de gritos, de luchas; ser capaz de dominarlo y surcarlo de puerto a puerto con una identidad, y no un mero ente corpóreo. 
Sólo un propósito tengo en mente: estar a la altura de las circunstancias y saber-estar. Ser simplemente alguien más, que pasaba por aquí y se quedaba embobado con el espectáculo de la vida humana. Con la perfección que reside en lo simple, en la coordinación de los movimientos automáticos. Busco con ansia todas las pequeñas cosas, porque las grandes así es cómo me quedan, grandes. Y quiero sentirme agradecida por poder sentirlas, apreciarlas. Y quiero su infinidad más que quiero un momento extraordinario. ¿No es cierto que lo ordinario es, también, digno de admiración? Quizá es que hemos dejado de reparar en ello, o que hemos pintado su existencia de gris, y no hay color que pase más desapercibido que ése. Qué miedo me da el gris, y las personas grises; y, si lucho por algo, es por no caer en la tentación de serlo. Siempre he creído que hay que volver al estado más elemental de las cosas para poder captarlas verdaderamente. Pero no sé cuál es mi estado más elemental, o si es que las personas podemos ser acaso máquinas del tiempo conducidas a nuestro antojo. Cuando un cambio se ha producido, se sella la imposibilidad de llevar a cabo el proceso inverso, al menos a corto plazo. Por algo las llamaban reacciones irreversibles... 
Small minds are concerned with the extraordinary, great minds with the ordinary - Blaise Pascal.
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Predicciones o el poder del subconsciente.

sábado, 30 de abril de 2011 by Chio Eme
Y qué le voy a hacer, si hasta que no siento que me ahogo y me falta el aire no me siento viva: es en esa lucha por mantenerme al borde, al filo de lo seguro – casi rozando lo dañino y perverso – donde me encuentro en mi salsa para bailar con los suspiros, los que dejé escapar y no echo de menos.
Me gusta perderme e irme muy lejos, tan lejos que me pierdo de vista a mí misma, a mi coherencia. Me pierdo y me dejo a un lado porque quiero encontrar un lugar inexplorado, inmaculado, virgen, libre de todo pensamiento y de toda idea perjudicial. Un lugar sin reposacabezas, donde colgarlas en una percha para pasear más libremente. Un inmenso espacio donde poder contemplar mis sueños – existen – bañados por un mar en calma, manso y adormilado. Ese lugar azul, grisáceo, cristalino, construido por vidrieras transparentes, me asegura la continuidad del consuelo, del reposo, de la posibilidad de evocar energía humana y miradas.
Despiértense las almas, y anímense a bailar. Un lugar donde verlas bailarse y contemplarse asombradas por todo el calor que desprenden; por las explosiones y fuegos que provocan. Como la lava de un volcán tanto tiempo reprimida y que por fin se desvoca, extasiada al encontrar una forma de expresión propia. Quiero ir a ese lugar y contaminarlo de mis emociones. Ver competir mis nervios por avivar la caldera que mantiene en marcha mi motor.
Pongámonos salvajes y bebámonos la noche a sorbos grandes, porque es cómo se bebe algo cuando el ansia te supera, cuando te pueden las ganas. Dedíquemonos a esquivar las decisiones correctas, cometamos unos cuantos errores. Perjudiquémonos.
Y cómo evitarlo, cómo no huir a la desesperada hacia ese lugar – mi piel en una lucha continua por descamarse y mudar, cansada de respirar este aire tan limpio, cansada de su sequedad y su condición débil. Porque la sensación de vivir se nos cuela entre los dedos, se escurre para escaparse de nuestras manos, y sólo vuelve a nosotros cuando la recreamos, cuando intentamos fieramente disfrutar la estancia, sea la que sea y signifique eso lo que quiera significar.
Porque si es cierto eso de que todos llevamos un pequeño genio dentro de nosotros – una versión de nuestro auge, uno “yo 2.0” – entonces ese genio no debe encontrarse por ahí tirado en cualquiera de nuestras esquinas, de nuestros detalles; debe estar a sus anchas, pasando un buen rato, esperándonos en un lugar donde verdaderamente podamos disfrutar de ser nosotros mismos, donde sinceramente podamos llegar a querernos, a vivir codo con codo con nuestra cordura sin que ésta nos vuelva locos. Y si es que de verdad queremos encontrarlo, habrá que trabajar muy duramente para llegar a tan inhóspito lugar, aunque tengamos que derrotarnos innumerables veces, pues ese genio está destinado a hacer grandes cosas – o en eso pongo toda mi fe – y cuanto más fértil sea la tierra que le encontremos para que brote, mejor.

Todos tenemos luz y oscuridad en nuestro interior. Lo que importa es qué parte elegimos potenciar.
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