Me hace feliz la serenidad, el poder hacer las cosas despacito y con buena letra. Me hace feliz tener un libro de reclamaciones de la vida a mano y no usarlo. Nunca me ha gustado quejarme de más, y siempre he tendido a quejarme de menos. Pero no creo que sea bueno poner trabas innecesarias en el camino, que sólo lo dificultan y hacen más denso e inaccesible.
Ya no suelo idealizar las cosas, ni a las personas, pues se merecen la oportunidad de mostrarse tal como sean sin ideas preconcebidas que juzguen y cohíban. Si pudiera, iría repartiendo a cada nueva persona que conozco una pizarra en blanco. Y que escribieran lo que les diera la gana, lo que quisieran, sin preocuparles lo que cualquiera pensara de ellos al colgársela y exponerla a nuestra mirada. Es más, si pudiera, les diría que dejaran su contenido no expuesto, mirando a su pecho, y que sólo se lo mostraran a quien quisieran. No animaría a nadie a esconderse, pero tampoco a beberse la vida a gritos. Animaría a caminar como quisieran, pero a alimentar su propio arte.
Me encanta septiembre, porque es siempre el mes de las promesas. De las promesas que nos hacemos a nosotros mismos, de nuestros intentos por renovarnos y, al mismo tiempo, de volver a pillarle el ritmo a cierta rutina. Si pudiera cambiaría el significado de la palabra rutina por otro más amable o eufemístico, con tal de que no la miraran mal cada vez que asoma. O cambiaría su significante por disfrazarla un poco, ya que no se me ocurre un sinónimo total por el que remplazarla.
Rutina y cambio no son opuestos, sino amigos. Y en realidad creo que la rutina como tal no existe, sino que se finje, se aparenta, para andar uno más tranquilo en los movimientos matinales. Luego llega la noche y nadie quiere ni se atiene a un plan, todos quieren improvisar, y fluir.
Pero la rutina no engloba sólo movimientos, sino que nos engloba a nosotros mismos, y a nuestros caracteres. Es entonces cuando entra en juego septiembre, y nuestras metas, nuestros deseos de cambio de actitud o de tomarnos las cosas con más calma, o más en serio. Es entonces cuando siento una gran curiosidad por saber qué entrará a formar parte de la lista de cada uno, de sus propósitos e intenciones. Y me da pena observar listas vacías, un bolígrafo tirado en una mesa que da demasiada pereza coger, que está pendiente de una orden del cerebro que no llegará, porque ese cerebro ni siquiera se acuerda de su lista. A eso sí que lo llamo entrar en rutina, rutina que atrofia y adormece los sentidos, y aquí a 'rutina' la sustituiría por 'bucle de inercia', o alguna tontería por el estilo. Bienvenidos al nuevo 'arte' del no pensar.
Pronto todos tendremos que elegir entre hacer lo que es fácil o lo que está bien.
semillas amarillas, semillas rotas de nuevo.
Hace 6 años
1 comentarios:
Creo que es una de las cosas que has escrito que me parece más profundamente tuya. En serio, es como cuando me decías que puede que seamos un par de bichos raros por eso de ser un poco inertes.
Pienso que está relacionado, en este caso en el buen sentido. Me gusta tener una rutina porque tengo la cabeza lo suficientemente libre como para poder pensar en lo que realmente importa.
Con el cerebro en rutina, hago todo mecánicamente, y eso no tiene porqué ser necesariamente malo, porque, como digo, puedes utilizar ese espacio para cosas más interesantes, o precisamente para disfrutar mucho, muchísimo, saltándote la rutina.
Porque creo que es lo más importante: una vez te has buscado la rutina, alimentar a tu cabeza buscando nuevas maneras de saltártela. No sé, creo que eso es ser creativo en esta vida.
Publicar un comentario